El fantasma del fascismo y las extremas derechas 2.0

Hoy en día la extrema derecha es algo distinto a lo que fue el fascismo en la época de entreguerras, aunque puedan existir elementos de continuidad más o menos marcados dependiendo del país

STEVEN FORTI.  Historiador y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona

*Este texto es un extracto del libro ‘Mitos y cuentos de la Extrema Derecha’ 

En las décadas que nos separan del final del segundo conflicto mundial ha habido transformaciones de calado tanto desde el punto de vista ideológico dentro del mundo ultraderechista -con un proceso de aggiornamento que ha tenido en figuras como el francés Alain de Benoist uno de sus principales protagonistas– así como desde el punto de vista político, social y cultural en las sociedades occidentales que han impactado sobre la ideología, el discurso y la organización de la extrema derecha. En síntesis, hoy en día la extrema derecha es algo distinto a lo que fue el fascismo en la época de entreguerras, aunque puedan existir elementos de continuidad más o menos marcados dependiendo del país. Los partidos neofascistas o neonazi, de nuevo o viejo cuño, siguen existiendo como demuestran la(s) Falange(s) en España o CasaPound en Italia, pero son ultraminoritarios y, si exceptuamos un caso sui generis como el de Amenecer Dorado tras la crisis económica que asoló a Grecia, generalmente no obtienen representación parlamentaria. Lo que se ha dado en las últimas décadas, en cambio, ha sido la irrupción con fuerza de una nueva extrema derecha que ha introducido temas nuevos, se ha renovado ideológicamente, se ha hecho más presentable y se ha adaptado al nuevo contexto histórico, llegando a cotas inimaginables de consenso popular.

Es importante subrayar esta cuestión porque leer con las gafas del fascismo a los partidos ultraderechistas del siglo XXI no permitiría entenderlos y, por ende, combatirlos. Vaya por delante que quien escribe estas líneas considera que las nuevas extremas derechas son la mayor amenaza existente para las democracias liberales y pluralistas en que vivimos. Dicho lo cual, más allá de la cautivadora tesis de la existencia de un fascismo eterno sugerida por Umberto Eco, las extremas derechas de hoy en día no son fascistas porque el fascismo fue un fenómeno histórico y como tal debe ser interpretado. Esto implica que no podemos considerarlo como una especie de sinónimo del mal absoluto –por más que el Holocausto haya sido un horror difícilmente comprensible por la razón humana–,  sino como un movimiento político y una ideología que tuvo unas características peculiares que en buena medida no encontramos en los partidos de extrema derecha que gobiernan algunos países en la actualidad. Estas características serían principalmente el haber sido “partido milicia, régimen totalitario, religión política, regimentación de la población, militarismo integral, preparación belicosa a la expansión imperial” (Gentile, 2019, pp. 28-29). No se trata de temas baladíes en el caso del fascismo, sino de elementos nucleares.

Como se sabe, existe un debate interminable sobre cómo llamar a partidos o movimientos como los liderados por Marine Le Pen, Éric Zemmour, Matteo Salvini, Giorgia Meloni, Santiago Abascal, Geert Wilders, Jair Bolsonaro, Donald Trump o Viktor Orbán. Ha habido quien se ha decantado por hablar de neofascismo o posfascismo, quien ha preferido hablar de nacionalpopulismo y quien ha apostado por derecha radical o ultraderecha. Una de las definiciones más aceptadas es, de hecho, la del politólogo neerlandés Cas Mudde que bajo el paraguas del concepto de ultraderecha ha diferenciado entre dos subcategorías, la de extrema derecha y la de derecha radical. La primera, representada por el fascismo histórico y los partidos neofascistas actuales, rechazaría “la esencia de la democracia, es decir, la soberanía popular y el principio de la mayoría”, mientras que la segunda aceptaría “la esencia de la democracia, pero se opondría] a elementos fundamentales de la democracia liberal, y de manera muy especial, a los derechos de las minorías, al Estado de derecho y a la separación de poderes”. En la categoría de la derecha radical entrarían, pues, el Reagrupamiento Nacional francés, Hermanos de Italia, la húngara Fidesz, la polaca Ley y Justicia, Vox, los Demócratas de Suecia, la Liga italiana, el Partido de la Libertad de Austria, Alternativa para Alemania o movimientos como el bolsonarismo y el trumpismo.

Ahora bien, resulta como mínimo cuestionable considerar como democráticas, aunque no en su versión liberal, formaciones que defienden “una ideología de la exclusión incompatible, incluso con [la] versión meramente procedimental” de la democracia. Por esta razón, quien escribe este texto considera mucho más apropiado hablar de extrema derecha en relación con estas fuerzas políticas, siguiendo la intuición del politólogo italiano Piero Ignazi que ya en los años noventa habló de extrema derecha tradicional y extrema derecha post-industrial en referencia a estas formaciones políticas. Según Ignazi, la diferencia era que la primera mantenía alguna conexión con las pasadas experiencias de fascismo histórico, mientras la segunda, hija de las transformaciones de una sociedad que se estaba convirtiendo en posfordista, no. En estos años veinte del tercer milenio, y actualizando la intuición del politólogo italiano, podemos consiguientemente hablar de nuevas extremas derechas o, con una pizca de provocación, de extremas derechas 2.0 para definir a esta heterogénea familia política. 

¿Qué son las extremas derechas 2.0?

La de extremas derechas 2.0 viene a ser pues una macrocategoría, declinada en plural, en que podemos incluir todas las formaciones que en Europa son miembros de los grupos de Identidad y Democracia (ID) y los Conservadores y Reformistas Europeos (ECR), además de otras que, como la húngara Fidesz tras su expulsión del Partido Popular Europeo, se encuentran sin adscripción. Allende del viejo continente, podemos también incluir en esta heterogénea familia política el trumpismo y las extremas derechas latinoamericanas. Frente a otras definiciones, como las mencionadas anteriormente, esta macrocategoría nos permite, en primer lugar, ubicar en el lugar que les corresponde en el espectro político-ideológico a estas formaciones políticas, por más que ellas lo nieguen y se definan, como mucho, conservadoras. Es decir, situarlas a la derecha (extrema) de la derecha mainstream, aunque en algunos casos, como los tories británicos o el Partido Popular (PP) en España, las fronteras se han hecho más porosas debido al marcado proceso de radicalización vivido por los partidos de la derecha tradicional.

En segundo lugar, esta macrocategoría nos permite mostrar las diferencias de las nuevas extremas derechas respecto al pasado, superando los obstáculos conceptuales del fascismo y el populismo. En relación con este segundo término, que se ha convertido en un cajón de sastre donde poner todo lo que no encaja con las ideologías tradicionales, existen diferentes interpretaciones ofrecidas por los especialistas. Al no disponer de un corpus doctrinal, más que una ideología, aunque ésta sea delgada y pueda asociarse a otras como el nacionalismo o el socialismo, el populismo debería ser considerado un estilo, un lenguaje, una retórica o, si se quiere, una estrategia política. En la coyuntura histórica actual, marcada por procesos como la crisis de los partidos tradicionales y los sindicatos, la atomización de la sociedad, la ruptura del ascensor social, la crisis de los medios de comunicación tradicionales y el impacto de las nuevas tecnologías, el populismo lo empapa todo hasta el punto de que se ha hablado de una época caracterizada por el fenómeno de la “pueblocracia” (Diamanti y Lazar, 2018). En resumidas cuentas, las nuevas extremas derechas no son los únicos actores políticos que utilizan las herramientas populistas, así que elegir este concepto para definirlas es, como mínimo, poco útil y no ayudaría a desembrollar el nudo gordiano de su clasificación.

En tercer lugar, la categoría de extremas derechas 2.0 subraya la importancia de otros dos elementos cruciales y novedosos. Por un lado, el peso de las nuevas tecnologías –Internet, las redes sociales, la Inteligencia Artificial, el machine learning, etc.– que estas formaciones políticas han sabido utilizar antes y mejor que los demás con el objetivo de viralizar sus mensajes, mover la ventana de Overton ultraderechizando el debate público, aumentar la desconfianza hacia las instituciones, los expertos y la democracia y erosionar la idea de que existe una verdad y una realidad compartidas. Por el otro, la existencia de redes transnacionales que, además de unas fluidas relaciones directas entre líderes y partidos políticos, cuenta con un sinfín de fundaciones, think tank y organizaciones que trabajan de un lado a otro del Atlántico para elaborar una agenda común y compartir prácticas políticas exitosas. Si intentamos evitar fijarnos en cada árbol por separado y mirar el bosque entero, nos daremos cuenta, pues, de que se trata de una gran familia global. Esto no significa que no existan divergencias o diferencias incluso relevantes entre un miembro y otro de la extrema derecha 2.0, pero esta pluralidad y heterogeneidad no implica que no sean más las cosas que comparten respecto a las que las diferencia.

De hecho, todas estas formaciones tienen a grandes rasgos las mismas referencias ideológicas. A saber: un marcado nacionalismo, el identitarismo, el nativismo, la defensa de la recuperación de la soberanía nacional o directamente el antiglobalismo, una crítica profunda al multilateralismo y, en Europa, un alto grado de euroescepticismo, la defensa de los valores conservadores, las políticas de ley y orden, la islamofobia, la xenofobia, la condena de la inmigración tachada de “invasión”, el antiprogresismo, la crítica al multiculturalismo y las sociedades abiertas, el antiintelectualismo y la toma de distancia formal de las pasadas experiencias de fascismo. Además, comparten por lo menos otras tres características: una actitud desenfadada, transgresora y desacomplejada, que les permite incluso poder presentarse como rebeldes y antisistema frente a un mundo hegemonizado supuestamente por las izquierdas; la centralidad de las guerras culturales para polarizar más a la sociedad e intentar romper los clivajes tradicionales; y un exacerbado tacticismo con el objetivo de marcar el debate público, ganar protagonismo mediático y mantener la iniciativa política, escondiendo al mismo tiempo sus fracasos o puntos débiles.

Ahora bien, existen también diferencias nada desdeñables en al menos tres asuntos: la economía, los valores y la geopolítica. En cuanto a la primera, ha sido históricamente un tema considerado secundario por parte de estas formaciones políticas, cuyas propuestas estaban más bien centradas en temas como la inmigración, la seguridad o la denuncia de la corrupción del sistema. Por lo general, han seguido las coyunturas internacionales: eran neoliberales cuando la contrarrevolución thatcheriana era hegemónica y se han vuelto, al menos retóricamente, más proteccionistas e intervencionistas en economía tras la Gran Recesión. Sin embargo, a partir de 2008-2010 tenemos un amplio abanico de posiciones que van del llamado Welfare Chauvinism o Estado del bienestar chovinista –es decir, una propuesta que defiende algunas políticas sociales, pero solo para la población nativa– a programas marcadamente neo o ultraliberales.

En cuanto a los valores, si bien todas estas formaciones son ultraconservadoras, hay matices entre posiciones más radicales, como las de las extremas derechas del Este y el Sur de Europa, que defienden la llamada “familia natural”, la prohibición del aborto y la eutanasia, niegan la existencia de la violencia de género y promueven duros recortes de los derechos LGTBIQ, y posiciones tímidamente más moderadas, como las de las extremas derechas del norte de Europa –esencialmente, los Países Bajos y Escandinavia–, más proclives a aceptar algunas políticas de igualdad de género y a favor del matrimonio homosexual. Por último, en cuanto a la geopolítica, encontramos partidos firme o pragmáticamente atlantistas –como los polacos de Ley y Justicia o los bálticos– y otros rusófilos –como Alternativa para Alemania, la Liga italiana o el Reagrupamiento Nacional francés–. La invasión rusa de Ucrania ha puesto en fuera de juego y obligado parcialmente a resituarse a los que miraban a Putin como a un modelo, un aliado y un posible financiador, pero es aún pronto para poder sacar conclusiones definitivas al respecto.

Imagen: Guillermo Casanova

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