El 7 de octubre se celebra la Jornada Mundial por el Trabajo Decente, que este año se centra en la justicia salarial
VICENTE LÓPEZ
El concepto de Trabajo Decente fue acuñado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) como una fórmula para identificar sus propias prioridades frente a la evolución del mercado de trabajo en el siglo XXI. Se formula entendiendo que el trabajo, si es decente, fortalece no solo la dignidad de las personas, sino la estabilidad social, la paz y la propia democracia. Esta dignificación del trabajo, que ha sido consagrado como uno de los principales objetivos de los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030, pasa por una remuneración justa, por la seguridad y salud en el lugar de trabajo, por la protección de derechos laborales fundamentales (negociación colectiva, concertación social), o por la no discriminación laboral por razones de género, etnia o religión. Nos situamos, por lo tanto, en el terreno ético del “deber ser”.
A veces se confunden los términos y pensamos que, cuando hablamos de Trabajo Decente, nos referimos esencialmente a las malas condiciones de trabajo que padecen millones de personas trabajadoras en los países que presentan menores niveles de desarrollo económico. Nada más lejos de la realidad. La globalización, con la plena libertad de movimiento de capitales y las nuevas tecnologías de la información y la comunicación a su disposición, ha supuesto no solo una intensificación de los procesos migratorios sino, sobre todo, nuevas dinámicas de explotación de la mano de obra y de la propia Naturaleza.
Hoy, los datos muestran un aumento de los niveles de inequidad y una expansión del trabajo más precario a lo largo y ancho de este mundo. Un ejemplo de esta dinámica es la irrupción en los países desarrollados económicamente, de términos como “trabajadores y trabajadoras pobres” o “esclavitud moderna”. Tener la suerte de tener un trabajo ya no es suficiente para alejar el fantasma de la pobreza y la exclusión social.
En muchos países latinoamericanos, el empleo informal, es decir, aquel que se ejecuta en un marco ajeno a los derechos laborales fundamentales, alcanza a más de la mitad de la población en edad de trabajar. En los países desarrollados, la “fuga” del derecho laboral (falsos autónomos, trabajadores y trabajadoras de plataformas) es paralela a la degradación de las condiciones de trabajo de la población asalariada. El problema va más allá de la existencia o no de marco normativo: para muchas personas trabajadoras no son los derechos, sino la imposibilidad de ejercerlos, lo que les aleja de un trabajo decente. El miedo a no encontrar trabajo, al despido, a la modificación sustancial de sus condiciones de trabajo (jornada, horario, salario…), etc. atenaza a muchos trabajadores y trabajadoras a la hora de exigir sus derechos laborales: a disfrutar de vacaciones, a tener un salario digno o simplemente a poder cuidar su salud.
Este miedo se dinamiza a través de ciertas prácticas de gestión de la mano de obra que minan la posibilidad de ejercitar estos derechos laborales fundamentales, y que gozan de cierta impunidad dada la inexistencia de marco normativo o simplemente el escaso desarrollo de los procesos fiscalizadores. Pero además, este miedo también tiene que ver con el escaso desarrollo del Estado del Bienestar en la mayor parte del planeta. La inmensa mayoría de personas en edad de trabajar en el mundo no tienen derecho a una prestación por desempleo, o a un sistema de pensiones que asegure una percepción digna para las personas mayores. Pero incluso, en las últimas décadas, en las llamadas economías desarrolladas, las llamadas políticas estructurales se han cebado en los procesos tendentes a la desregularización del mercado de trabajo, o la privatización y mercantilización del gasto social. En España, con un Estado del Bienestar escasamente desarrollado, se ha legislado en los últimos 40 años para facilitar y conseguir una reducción del coste del despido, aumentar las posibilidades de cambio en las condiciones de trabajo o una reducción de la protección por desempleo. La consecuencia: más inseguridad y más vulnerabilidad de la clase trabajadora.
Solo así podemos entender cómo siguen aumentando los empleos precarizados como los que padecen las trabajadoras del hogar (sobre todo si son internas), los llamados trabajadores y trabajadoras de plataforma, o los y las trabajadoras del campo, en su inmensa mayoría, personas inmigrantes. Y todo ello ha sido posible, gracias también a cierta normalización social de la precariedad laboral, sobre todo entre personas jóvenes y mujeres. Uno más de los síntomas de una enfermedad, el capitalismo, que amenaza con mayores dosis de desigualdad, pobreza e insostenibilidad.
No es, por lo tanto, descabellado asegurar que en estos momentos el trabajo indecente gana por goleada a los trabajos que podríamos meter en la esfera de la decencia. Si esto es así, como señalan los datos, los peligros de degradación de las condiciones de trabajo y de vida de una parte mayoritaria de la población mundial ponen en jaque los niveles de cohesión social, y con ellos, la paz social y los pilares del sistema democrático. El proceso de pauperización de un porcentaje importante de personas, junto con el aumento de los niveles de desigualdad, la falta de seguridad y de condiciones dignas de trabajo, acaban finalmente en un proceso de polarización social que nutre entre otros, el ascenso de la extrema derecha a nivel global, con el consiguiente deterioro de los valores democráticos.
Hablar de Trabajo Decente es sinónimo de esperanza en un mundo más justo y sostenible. El alejamiento de la realidad respecto de este “deber ser” que engloba el Trabajo Decente, pone en marcha los mecanismos sociales que nutren los comportamientos insolidarios y excluyentes de los que se nutre el neofascismo.