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“Mi jefe es Dios: lo sabe todo” La precariedad laboral incrementa la exposición a riesgos psicosociales de la población asalariada española.

Dom, 15/10/2017 - 12:19
BERTA CHULVI
Dossier

Los datos de las encuestas sobre condiciones de trabajo llevan ya más de una década apuntando que la precariedad laboral está directamente relacionada con una organización del trabajo muy dañina que incrementa la exposición a riesgos psicosociales de la población asalariada española. Las cifras están claras, pero las historias personales nos ponen los pelos de punta: muchos trabajos son un infierno para la salud mental de las personas.

Esther es una nutricionista madrileña de 38 años que trabaja como formadora para una empresa de productos de dietética. La joven viaja con su jefe, el director comercial de la empresa, una media de 20 horas a la semana. Ella es la formadora que imparte el curso introductorio cuando su empresa ha conseguido introducir una línea de producto en un gabinete de estética, una herboristería o un gimnasio: la joven graduada está desesperada porque apenas tiene autonomía a la hora de diseñar las formaciones que imparte: "Mi jefe me observa con detalle y en el camino de vuelta, que pueden ser unas tres o cuatro horas, me señala machaconamente todo lo que he hecho mal. Él no tiene ninguna formación en nutrición, pero sabe exactamente lo que habría que hacer si estuviera en mi lugar. Mi jefe es Dios, lo sabe todo".

A la falta de control sobre su trabajo, uno de los riesgos psicosociales más extendidos entre la población española, Esther suma el de la doble presencia, que consiste en tener que atender al mismo tiempo dos realidades, la laboral y el trabajo doméstico. Su hijo tiene apenas 10 años y está separada, por lo que cuando viaja con su jefe se ve obligada a pedirles a su hermana o a sus padres que se ocupen del pequeño: "Esto ha sido así toda mi vida. Cuando mi hijo tenía tres años, me separé porque la situación de violencia en mi pareja era insostenible y me puse a estudiar para salir adelante. Trabajaba por la mañana y estudiaba por la tarde. Sin la ayuda de mi madre no hubiera podido. Me preparé en nutrición con mucho esfuerzo y con mucha ilusión porque pensaba que así podría ganarme la vida mejor, pero la realidad es que cobro poco más de mil euros y me paso el día viajando y aguantando las broncas de mi jefe". Esther es una mujer muy activa, deportista y con unos hábitos alimenticios muy saludables, pero ha empezado a padecer problemas de estómago e insomnio: "Yo tengo claro que el origen de todo es el trabajo "explica Esther", porque cuando sé que tenemos por delante un viaje largo me encuentro peor, pero hasta que no tenga otro empleo no puedo dejarlo. Mi sector está muy difícil en estos momentos. Conmigo trabaja una becaria, recién salida de la universidad, a la que apenas le pagan 300 euros".

Profesores de segunda B
Daniel tiene 48 años y es licenciado en Bellas Artes. Se gana la vida pintando murales en restaurantes y comercios, pues hace tiempo que colabora con un decorador a quien también le hace dibujos y marcas. Es autónomo y en este trabajo puede sacarse unos 800 euros al mes de media anual. Además es profesor asociado en la Universidad de Valencia y los 300 euros que cobra por dar seis horas de clase a la semana son una miseria, pero son la clave para llegar a fin de mes. Es por eso que Daniel no se puede permitir participar de la huelga indefinida que ha convocado este colectivo, con el lema "Igual trabajo, igual salario" y que mantiene en jaque al rectorado de la Universitat de València. "Nos viene a salir a unos cinco euros la hora, pero lo peor de todo no es el salario. Es que somos los últimos en todo: cada año elijo asignatura de los últimos y llevo ya impartidas unas siete materias distintas entre dibujo e historia del arte. Los contratos nos los renuevan anualmente y si no cojo lo que me ofrecen, me quedo en la calle. El alumnado no tiene ninguna culpa, así que tú tratas de prepararte las clases lo mejor posible, pero juegas en la liga regional: ni te pagan las horas de preparación ni de la corrección de exámenes, no te proporcionan un ordenador, no puedes participar en proyectos de investigación porque no tienes un contrato inferior a tres años, estás el último de la cola para apuntarte a cursos de formación, etc.". Daniel lleva siete años en esta situación que él describe como de "marginalidad " y cada año se pregunta si seguir o no. "Mis alumnos me valoran mucho "explica", pero la Universidad no nos respeta".

Clientas que se ponen a llorar
Marisa tiene 47 años y es dependienta en una conocida cadena de grandes almacenes con implantación en toda España. Parece una dependienta más del centro comercial, pero su contrato laboral es con una empresa fabricante de trajes de novia. Tiene una larga experiencia "cara al público" porque lleva desde los 18 como dependienta en boutiques de moda y decoración. Para vivir con su pareja decidió cambiar de ciudad y cuando su relación se rompió, se vio de nuevo en Barcelona buscando trabajo de dependienta con 44 años. Después de tres años en paro y tras pasar una depresión entró a trabajar en esta firma con mucha motivación hace más o menos un año. Le parecía una venta creativa, pues los trajes no están del todo acabados sino que hay muchas posibilidades para combinar modelos y telas. Sin embargo, en estos momentos está pensando en dejar el empleo aunque no tenga ninguna alternativa. La empresa no cumple con los plazos de entrega de los trajes de novia y tampoco realiza bien las composturas: "¿Te puedes imaginar lo que significa que el traje de la novia no haya llegado a la tienda tres días antes de la boda?", explica Marisa con ojos como platos.

La trabajadora relata la crisis de una de las clientas: "Recientemente a la madre de una de las novias le dio un ataque de ansiedad mientras su hija no paraba de llorar cuando les dije que lo sentía muchísimo pero que el traje todavía no había llegado". Ella le ha dicho a los fabricantes, con sede en una localidad andaluza, que han de contratar una modista in situ, alguien que haga las composturas en Barcelona y "que no tengamos que enviar a la fábrica los trajes para que se hagan los arreglos", pero no le han hecho ni caso. Marisa se ve obligada a tomar ella las composturas cuando esa no es su cualificación ni le pagan por ello: "La suerte que yo tengo es que mi madre era modista y sé cómo se coge un dobladillo o se ajusta una cintura, pero imagínate la responsabilidad que eso conlleva cuando estás trabajando en un traje de novia en el que la clienta tiene puestas tantas ilusiones". Marisa siente el negocio como cosa propia, pero no puede hacer nada para que las cosas funcionen: "Al final tú te conviertes en la persona de referencia para la clienta, confían en ti y por eso te compran, pero la calidad de la respuesta que tú les vas a dar no depende de ti". Para comunicar con la empresa, Marisa utiliza su móvil personal y el escáner de su casa, porque ni siquiera le han puesto esos medios para trabajar. La gota que colmó el vaso llegó la semana pasada con la clienta que se echó a llorar: "Ante tal situación llamé al jefe de planta, porque al final la clienta merecía una respuesta. Desde este gran almacén "Marisa evita dar nombres para no comprometerse" le dijeron que no se preocupara, que no le iban a cobrar nada y que le ayudaban a resolver el problema." ¿Y sabes cuál fue la respuesta de mi jefa? Qué quién era yo para avisar al jefe de planta con una situación así, que la hubiera llamado a ella, cuando yo le había estado advirtiendo toda la semana de lo que iba a pasar si el traje no llegaba".