¿Sabes de algún trabajo? Esta es la pregunta más repetida entre las mujeres que se dedican al cuidado de personas mayores en domicilios desde que se inició la pandemia. Como en otros casos de perfiles feminizados, llueve sobre mojado: la pandemia ha agravado la inseguridad laboral y la falta de derechos en este colectivo de trabajadoras del hogar y los cuidados que atienden a muchas de las personas dependientes que permanecen en domicilios. Es la víspera del 8 de marzo y hablamos con Rosana y Rosi. Un fin de semana más en el que ellas están trabajando, una en un hospital, otra en un domicilio. Ellas son las mujeres que siguen cuidando a cambio de muy poco, las manos ocultas que sostienen la vida.

Hasta el pasado 27 de febrero Rosi cuidaba a una anciana que falleció de forma repentina el pasado sábado. Hablamos con ella justo una semana más tarde, mientras se encuentra cuidando al marido de la fallecida que ingresó en el hospital para recibir un tratamiento contra el cáncer y se contagió de Covid. Está muy afectada por la muerte de la anciana con quien tenía una muy buena relación. Este fin de semana lo pasará íntegro en el hospital. ¿Puedes salir? Le pregunto. “Sí, sí -contesta- puedo ir a hall o a dar una vuelta”. Estará las 48 horas trabajando y durmiendo allí, pero hará lo que haga falta para conservar ese empleo pues ya perdió uno en plena pandemia.
Desde que llegó de Venezuela, en 2017, había tenido un único trabajo. Trabajaba como interna cuidando a una pareja de ancianos por poco más de 700 euros al mes y 32 horas de descanso cada 15 días. Cuando estaba a punto de cumplir los tres años en esa casa, les pidió que le hicieran un contrato. Estábamos en plena primera ola de la pandemia y tuvo una apendicitis. Fue operada de urgencia y pasó la convalecencia en casa de su hermano. Se dispuso a volver antes de lo que el médico recomendaba porque en ese momento estaba justo pidiendo a sus empleadores que la contrataran para poder solicitar “los papeles” por arraigo. Sin embargo, la pandemia fue la razón esgrimida para despedirla: “Me dijeron que no tenían dinero para pagarme y aprovecharon mi operación para despedirme”. Rosi, con el apoyo de CCOO, denunció a sus empleadores: “Conseguí que me pagaran todas las vacaciones que me debían o casi todas. Me debían casi 6.000 euros y me pagaron unos 4.500” explica.
En esa casa de la que ahora la estaban despidiendo, Rosi se había pasado 99 días confinada: “Cuando decretaron el confinamiento me quedé allí y sólo veía a mi hija - una joven de 19 años- un momento cuando venía a traerme algo. Se quedaba en el rellano y ni si quiera entraba”. A Rosi todo le parece muy llevadero: “hemos venido aquí para trabajar y estamos acostumbradas a una vida dura” señala cuando se le pregunta cómo fue el confinamiento. Lo único que sí encontró difícil de soportar fue la falta de contacto físico con su hija durante esos tres meses: “era muy duro no poder abrazarla cuando venía a traerme algo” recuerda Rosi que ahora sí está conviviendo con su hija.
Rosi cuenta que, como ella, muchas de sus compañeras, perdieron su trabajo: “Yo me puse a hacer cursos por las mañanas en distintas organizaciones y una y otra vez escuchaba la misma pregunta: ¿sabes de algún trabajo? Muchísimas mujeres han perdido sus empleos en esta pandemia” concluye. Otras se han encontrado con repentinas bajadas de sueldo y sin capacidad de negociación. Trabajando en la economía sumergida y sin derechos, están en la cola de todo. Si las personas que las contratan ven disminuir sus ingresos, como no tienen contrato ni convenio, se enfrentan a una negociación desigual y aceptan bajadas de sueldo voluntariamente porque no les queda otra.
El miedo a contagiarte y a contagiar
Rosana es hondureña y vive en Valencia centro con su marido, su hija de tres años, su hermana y una amiga. Cuando el gobierno decretó el Estado de Alarma tenía un trabajo con contrato en un domicilio del área metropolitana, a unos 30 minutos de su domicilio, donde cuidaba a una anciana que padece de Alzheimer. Un contrato de 8 horas al día y 1.050 euros al mes. Para llegar hasta allí tenía que coger el metro todos los días y vivía con pánico su traslado en el transporte público: “por todos lados oías que el metro era un lugar de contagio y yo pasaba muchísimo miedo cada mañana”.
Como estaba muy asustada y los hijos de la anciana estaban en casa por la paralización de las actividades no esenciales, les sugirió que le dieran las vacaciones y así evitar los desplazamientos. “Yo también sufría por contagiar a la anciana, así que pensé que era lo mejor”. Tras las vacaciones la despidieron. “Me dijeron que no tenían dinero para seguir pagándome y me liquidaron”.
En ese momento, en casa de Rosana, los cuatro adultos perdieron el trabajo. Las otras dos mujeres también trabajaban cuidando a personas mayores, el marido de Rosana era camarero. “Teníamos tantos problemas que nos pusimos a hacer bisutería y a cocinar tortitas que vendíamos por internet a la gente conocida. Lo hemos pasado muy mal” recuerda ya con algo más de alivio. Sin el apoyo de la comunidad hondureña de Valencia no hubieran podido salir adelante. “En la asociación de hondureños nos ayudamos mucho. Se repartían lotes de comida y nos prestaron mucho apoyo” afirma con una sonrisa. Ahora está cuidando a una anciana 20 horas a la semana por las que cobra 600 euros. “Ahora me van a pagar un poco más porque me van a ampliar a 6 horas”. “Estoy agradecida a la vida porque estamos vivos” concluye animosa. Se calla un momento y añade: “mucha gente no se pone en el lugar de esas personas mayores que nosotras cuidamos. Son gente que no recibe una gran pensión y nosotras estamos ahí apoyándoles, ofreciéndoles cariño y cuidados”. Nadie las escucha a ellas. Son las manos invisibles que sostienen la vida de muchas personas mayores, dando mucho a cambio de muy poco.